
Hay himnos que se vuelven piedra con el tiempo, y piedras que, en un acto de alquimia sonora, pueden convertirse en himnos. Sekía, una banda tallada por más de dos décadas en la cantera del rock, no versiona “La Puerta de Alcalá”; la trasplanta. La arranca del asfalto madrileño y la enraíza en la tierra áspera y solar del Puig Campana. Este no es un gesto de apropiación, sino de pertenencia. Es la reivindicación de un nuevo monumento, no construido por manos humanas, sino erguido por el tiempo y la geografía, que se yerge como testigo de una historia más antigua y silenciosa.
La distorsión de las guitarras no es aquí simple ruido; es el lenguaje de la roca misma, la voz eléctrica de una montaña que ha visto pasar siglos. Al elevar el Puig Campana a la categoría de símbolo musical, Sekía ejecuta un acto de significado profundo: devuelve la épica al paisaje. Frente a la nostalgia estéril, oponen la potencia del origen; frente al canto a un pasado urbano, entonan una oda a la permanencia telúrica. El rock se revela así no como un género, sino como una fuerza geológica capaz de modelar el sentido de un lugar.
Este proyecto, autogestionado y fiel a su esencia, es un ejercicio de autenticidad en una industria often volcada en lo efímero. Al grabar sus propias gestas en el “Diario de una banda”, convierten el acto de crear en un relato vivo. Su presentación en el Iberia Festival no será solo un concierto, sino la reafirmación de un territorio sonoro conquistado a pulso. Sekía no pide un lugar en el panteón del rock; talla el suyo propio, a mandarriazos, en la piedra viva de su verdad.